Latigo rosa ardiente,
en el espaldar de la comadrita
donde me siento a dar de lactar.
Mi retoño no entiende
de cansancio,
ni dolores,
ni de malos humores,
pues la leche
gota a gota
alimenta,
pezon que inmuniza,
en la batalla
contra viruses
y bacterias sedientas.
Cada azote en la columna
de esta silla,
mecedora,
tejedora de rendijas,
es recuerdo impenitente
que ardera,
cuando
en mis ojos
se refleje el adulto privilegio
de lo que ahora
poco a poco
ha de chupar.
Mi lugar es confortable
en realidad,
no se encuentra,
por ejemplo,
frente al agua impoluta del Ganges,
y mi queja es apenas
un suspiro agradecido,
por tener cada
vertebra esculpida
en los muebles
heredados de mi madre
y sus comadres
nodrizas ellas todas,
de una prole
diferente,
que se deja
pecho y espalda si es
que toca,
al amamantar
el fruto de su vientre.
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