Mi cesta se va llenando:
almendras para el marzipan,
avellanas de la Avellaneda,
y aguacates para una ensalada
acompañada de almejas.
Miro el color de la fruta,
palpo la textura del cuerpo,
imagino el sabor que resbala
por mi lengua, y me mareo.
El ayuno ya hace estragos,
aun hay espacio en la cesta,
y pienso en el plato fuerte
y sueño carne con ciruela.
Me detengo en la chirimoya
y presiento la champola,
pero creo que prefiero un batido
hecho de mango o de trigo.
Me adelanto hacia los postres,
y tomo un puñado de lichis.
Me recuerdan las babosas
y un aliño a mariposas.
Peso todo con apuro,
el apetito crece y crece.
Pero vuelvo y busco platanos,
que hare fritos y salados.
En el camino de vuelta
me encuentro un tamarindo,
que como polizonte ha viajado
hacia el fondo de la cesta.
El acido me sabe a gloria,
a niñez, a riachuelo.
Lo que los sentidos hacen
es revivir recuerdos.
Las frutas coloridas,
maduras,
intensas
y desmedidas,
en la mesa de mi casa
se vuelven todas suicidas.
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